Por: José Manuel Arias
Está claro que dentro de las características de todo régimen democrático se encuentra el fomento del pluralismo, la competencia político-electoral, la celebración de elecciones auténticas, el respeto al principio de mayoría, la libertad de expresión, entre otras; esos son principios que deben ser defendidos en todos los escenarios.
Igualmente entendemos que debe no sólo respetarse, sino incluso promoverse el derecho de cada cual a expresarse, pues a fin de cuentas “la libertad de expresión es un principio que apoya la libertad de un individuo o un colectivo de articular sus opiniones e ideas sin temor a represalias, censura o sanción posterior”.
Pero este derecho no debe verse como un beneficio que se obtiene de parte de quien practica la tolerancia, como un favor que se otorga, sino que se trata de un derecho consagrado incluso en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la que “describe sus elementos fundamentales como derecho consustancial a todas las personas. Posteriormente, ese derecho ha quedado protegido en infinidad de tratados internacionales y regionales”, lo mismo que en las constituciones y leyes internas respectivas.
En el caso del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y de acuerdo con los principios que enuncia la Carta de las Naciones Unidas, igualmente se dispone la prohibición de molestar a alguien a causa de sus opiniones, bajo el fundamento ya citado de que toda persona tiene derecho a la libertad de expresión.
No por casualidad se ha consignado por igual “el derecho a decir lo que se piensa, a compartir información y a reivindicar un mundo mejor”; del mismo modo “el derecho a estar o no de acuerdo con quienes ejercen el poder y a expresar sus opiniones al respecto en actos pacíficos de protesta”.
Bajo ese fundamento es claro que en todo momento nos inclinaremos por el respeto a la libertad de expresión como manifestación genuina de todo régimen democrático y como derecho de toda persona, censurando las actuaciones de gobiernos que llegan al extremo de encarcelar “a gente sólo por alzar la voz, pese a que casi todas las constituciones nacionales ensalzan el valor de la libertad de expresión”, pues creemos y suscribimos el enunciado de que “la libertad de expresión es la base de los derechos humanos, la raíz de la naturaleza humana y la madre de la verdad”.
Dicho lo anterior y asumido en toda su extensión es claro que rechazamos y rechazaremos siempre toda manifestación directa o indirecta de censura o prohibición en lo que respecta a la libertad de expresión, pero igualmente nos mostramos y nos mostraremos en desacuerdo con toda manifestación de irrespeto y de desconsideración inapropiada en contra de aquel con el que se tenga diferencia de criterios. Una cosa es disentir y otra es irrespetar.
En el caso de nuestra Ley Sustantiva en su artículo 49 consagra que “toda persona tiene derecho a expresar libremente sus pensamientos, ideas y opiniones, por cualquier medio, sin que pueda establecerse censura previa”, establecido en el párrafo de dicho artículo lo que son los límites o formas en que esos derechos deben ser ejercidos, señalando que “el disfrute de estas libertades se ejercerá respetando el derecho al honor, a la intimidad, así como a la dignidad y la moral de las personas…”.
Somos del criterio de que no hay que aplaudir todo lo que digan o hagan los demás o quedarse callado cuando no estemos de acuerdo con lo planteado, pero de ahí a promover o comulgar con el irrespeto desmedido a la hora de mostrar un punto de vista diferente eso jamás, pues sabemos que al hacerlo estaríamos promoviendo el irrespeto generalizado que en nada ayuda a la consolidación de la libertad de expresión, sino que más bien la desmerita.
Llamamos la atención al respecto porque nos preocupa que sobre la base de un enfoque equivocado y una visión ligera sobre la libertad de expresión se irrespete a todo aquel con el que no estemos de acuerdo; hoy más que nunca cobra fuerza la expresión aquella de que “no estoy de acuerdo con usted pero daría mi vida defendiendo el derecho que tiene a disentir de mí”.
Obviamente, quien asume determinada función ha de saber que allí va a servir, no a servirse, y por tanto con sus actuaciones debe procurar que las inconductas y las prácticas indecorosas no tengan espacio en su accionar, y si es el caso debe la sociedad denunciar esas incorrectas actuaciones y exigir consecuencias; en esto no debe haber duda.
Sin embargo, nos preocupa igualmente que con nuestras manifestaciones de intolerancia propiciemos la configuración de un estadio de irrespeto generalizado en el que sea un riesgo disentir. Esas preocupaciones se ensanchan cuando las escuchamos en voz de personas de las que se espera determinado grado de madurez y de responsabilidad en virtud de las posiciones que ocupan, diseminados en los diferentes poderes del Estado y en distintas instituciones, y claro está, sin que escape esta preocupación cuando provienen de particulares.
Es que, por lo que apreciamos a diario, resulta cada vez más arriesgado asumir determinada posición u ocupar alguna función, pues si bien hay que prepararse para escuchar todo tipo de crítica cada vez más descarnadas, no todos están o estarían dispuestos a recibir un alud permanente de desconsideraciones que rayan en lo personal y hasta en lo familiar, lo que se traduciría a su vez en la negativa de personas bien formadas y éticamente comprometidas en asumir funciones; a ese paso en pocos años habrá que rogarle mucho para convencer a una persona de bien de ocupar una función pública.
Lo anterior no quiere decir que tengamos que aplaudir todo lo que digan o hagan los demás y permanecer en silencio ante lo incorrecto; eso jamás, pues ciertamente creemos que la denuncia de toda inconducta debe no sólo hacerse, sino incentivarse, pero caer en el irrespeto generalizado, la burla y la descalificación personal no ayuda en nada con la libertad de expresión, pues ya lo hemos dicho… una cosa es disentir y otra es irrespetar.
El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.