Por: José R. Ribera
Entrando en la cuarta semana del conflicto entre el gobierno israelí y la organización terrorista Hamas no hay gesto político, diplomático, militar ni humanitario que repare el daño ya infligido. La debacle es irreversible, lo es desde hace mucho tiempo. Sin dejar de condenar los deplorables actos de Hamás ni los del Estado de Israel, que han incitado esta espiral de violencia extrema, ¿qué es lo que queda? Las respuestas —cualesquiera que sean mirando al futuro, ¿cuál?— no son reconfortantes. ¿Cómo pueden serlo?
Es sin duda una situación imposible en todo el sentido del término. Quiero decir, si vemos la política como el “arte” y la práctica de lo posible desde el ejercicio del poder, no había desde el principio apertura de las partes para trabajar desde los espacios de maniobra política —pocos y precarios— que permitirían algún tipo de gobernabilidad y gobernanza en la Franja de Gaza desde 2007, cuando Hamás se hizo con el poder allí. El choque sangriento también falta a la premisa de Hannah Arendt sobre la política: la ‘posibilidad de que las personas actúen en conjunto y deliberen sobre el bien común’. Ponderemos el trasfondo.
La culpa es de ambos. Al gobierno israelí no le interesaba tener entendidos con terroristas; entendible pero también desafortunado. Prefirieron la demonización permanente porque es más fácil que actuar de manera apropiada a partir de ese juicio inflexible —de forma dramáticamente visceral y hostil— contra el enemigo obvio. Se les hizo fácil despreciar a Hamás porque, precisamente, hicieron lo mismo con la OLP y Al-Fatáh. El optimismo de los años 1993-1995 desvanecido, los sucesivos gobiernos en Jerusalén no les interesó involucrarse con el socio surgido de los Acuerdos de Oslo: la Autoridad Nacional Palestina. El patrón de humillación y perjuicio a todo lo que pareciera o emulara un proto-Estado palestino ya estaba presente en esa coyuntura; la dinámica se tornó en una olla de presión que explotaría —explotó— eventualmente.
La culpa —reitero— es de ambos. Hamás, que, según el expresidente estadounidense Jimmy Carter, estaba abierto a “aceptar” de manera implícita el Estado de Israel si se replegaba de los territorios palestinos ocupados a las fronteras de 1967, no ha manifestado voluntad alguna para trabajar con estos. No pienso que haya habido tanta gana —mucho menos carácter— para atarearse, precario como fuere, con el Estado de Israel. Después de todo, observaron el precio que la OLP pagó para recibir tan mezquino dividendo: la “etiqueta” y señalamiento de colaboradores. Además, la solución militar, la violencia, es mucho más fácil de articular que el trabajo político o el oficio de gobernar y cohabitar pacíficamente.
Para continuar con la disquisición arendtiana: no hay pluralidad; esa necesaria coexistencia de diferentes personas con diferentes perspectivas y puntos de vista es una condición fundamental de la acción política y de la vida humana. Se apuesta por la muerte —y profanar la tumba— de la civilidad y la consecuencia necesaria: paz (semi) permanente. El criterio prevaleciente a la fecha de hoy, aparte de mutua demonización —y la razón por la que la crueldad extrema es tan evidente en acción, palabra e imagen‑ es la deshumanización.
Sospecho que es esa la lógica que predomina y sustenta a Hamas: la que su ala militar, las Brigadas Ezzedine al-Qassam, impone al “partido-organización política”, si es que existe todavía. Me temo y coincido con otros de que casi no hay distinción entre una y otra y —como la soga parte por lo más fino— es más fácil operar con la idea absoluta de desaparecer al estado de Israel. Este objetivo último es compartido por Irán y la organización libanesa Hezbolá, que asisten a Hamas en sus objetivos, muy a pesar de sus diferencias religiosas. Hamas es una organización fundamentalista musulmana de extracción sunita —al igual que la Hermandad Musulmana en Egipto— que aspira a montar una teocracia en toda la extensión de Palestina. Irán y Hezbolá profesan integrismo islamita chií. La primera montó una teocracia en 1979, que muestra ya signos de erosión, y Hezbolá opera como estado paralelo en la incierta política del Líbano. Traigo este dato para remarcar la ironía de esta cercanía; en otros lares de Medio Oriente, sunitas y chiíes estarían procurando —violenta y sangrientamente— borrarse mutuamente de sus respectivas existencias.
Pero el panorama político israelí —lo dejé claro en columna anterior— tampoco es sencillo. Atrás van quedando otros criterios que mitigaban la identidad exclusivamente judía que distinguía la formación de este estado en 1948 —esto, sin dejar atrás lo que se les infligió a palestinos en esta época. Quedan decimados en Israel su implícito secularismo, su diversidad y su problemática institucionalidad “democrática” —la misma que permite la participación de sus minorías étnicas y religiosas y que paralelamente los trata como ciudadanos de segunda clase. Menoscabados también se encuentran sus partidos políticos del centro y la izquierda que atestiguan con marcada incapacidad cómo la “posible solución de los dos estados” desaparece de forma viciosa y deliberada.
No hay futuro, ni posible ni viable, mientras el odio y el escarmiento conduzcan la acción política.