Por: Frank Casado
Lo que sentí Cuando un amigo me llevó a la gallera.
Las intimidades de una práctica que es -al mismo tiempo- tradicional e implacable con los animales.
.- En la entrada hay un hombre de ojos negros un poco bizcos, que se peina de lado, que tiene acento del sur profundo y que le cobra más cara la entrada a la gente extraña.
.-Adentro, la gente fuma y toma sin reservas. Huele a cigarrillo y a galpón. En el aire flotan pequeñas motas de plumas, las cuales aumentan después de una pelea. Dos bafles vociferan en las esquinas, lejos del lugar de las peleas. Suena mucha música popular. “el bachatero Frank Reyes…”, se alcanza a escuchar a los lejos.
.-Los galleros cogen a las aves en las manos con cierto cariño. Uno de ellos toma al animal del pescuezo, como si fuera una cerveza. Ambos son gallos blancos y se diferencian por las cintas que les ponen en las patas: una roja y la otra azul.
.-Cuando empieza la pelea, se escucha un aleteo que se interrumpe con silencios cortos pero desesperantes.
.- Ganó el de cinta azul; El gallo de cinta azul pica al de cinta roja en un ojo. Este queda muy herido. Parece un trapo viejo que se sacude en el aire. Se echa al piso y se para a picar. Sangra y sufre, pero no desfallece. El otro le pone las patas encima, pero no logra matarlo.
.- Mientras mi amigo salía «saltando» de la emoción por la victoria de su gallo, en cambio yo salía triste. Pensaba en estos animales traídos al mundo, criados y cuidados con el único propósito del disfrute sádico y el entretenimiento, cientos de animales sintientes entran y salen del ruedo ante nosotros en una tarde de maltrato y sufrimiento intencionados. En las peleas de gallos no hay nada de honorable, tampoco valentía o cualquier valor humano de crecimiento válido para el siglo XXI. Es tan solo otra pieza más del catálogo de aberraciones de la cultura del maltrato animal.