
En un pueblo de 120 000 habitantes, rodeado de arrozales y fábricas de acero, un chico llamado Shohei Ohtani lanzaba pelotas con su padre después del trabajo, mientras los demás veían caricaturas. Lo que empezó como un pasatiempo en la prefectura de Iwate se convirtió en una profecía: un atleta destinado no solo a dominar el juego, sino a reinventarlo. Lo que parecía un niño con guante terminó siendo una tormenta que sacudió los cimientos del béisbol moderno.
Desde pequeño, Ohtani fue una anomalía genética y emocional. Su padre, Toru, exjugador amateur de béisbol, y su madre, Kayoko, exatleta nacional de bádminton, forjaron en él una obsesión por la excelencia.
En la secundaria ya lanzaba a 160 km/h, pero no presumía: medía, registraba, analizaba. En Japón aprendió que la perfección no se persigue por aplauso, sino por respeto. Ahí, el joven Shohei moldeó su mente de acero.
Y aquí está el punto crucial: si Ohtani hubiera nacido en Estados Unidos, jamás habría sido Ohtani.
El sistema de desarrollo norteamericano lo habría convertido en un producto, no en una persona. Los scouts lo habrían clasificado como pitcher o slugger y lo habrían obligado a elegir.
En Estados Unidos, el béisbol se administra como una fábrica: talento empaquetado, tareas asignadas, sueños recortados. En cambio, Japón le dio libertad, no etiquetas. Le permitió explorar, fallar, aprender y convertirse en el jugador imposible que todos los demás sistemas habrían matado antes de nacer.
Cuando llegó a las Grandes Ligas con los Los Angeles Angels, el mundo descubrió que el mito era real. En Anaheim ganó sus primeros premios MVP, desafió a las métricas y a los cronistas, y forzó a los estadísticos a inventar nuevas categorías para describirlo. Lanzaba 100 millas por hora y al día siguiente conectaba dos cuadrangulares. Era como si Babe Ruth hubiese reencarnado con chip japonés. Y cuando parecía que ya no podía crecer más, llegó a los Dodgers… y convirtió su talento en empresa global.
Su contrato de 700 millones de dólares, con pagos diferidos y una maquinaria comercial que conecta Asia y América, no fue solo una jugada deportiva: fue una fusión empresarial entre el talento humano y la ingeniería financiera. En un año, Ohtani generó más dinero del que costó. En un solo uniforme, los Dodgers encontraron su mina de oro y el béisbol su nuevo modelo económico.
Pero el cuerpo humano no es una acción en bolsa. Las cirugías, las exigencias y la presión mediática son bombas de tiempo. Y el riesgo real está en la deificación: cuando todo el deporte depende de un solo hombre, el mito puede volverse prisión. Si Ohtani se lesiona, el béisbol entero tiembla. Es la paradoja del genio: lo que eleva al juego también lo vuelve frágil.
Aun así, nadie en la historia ha tenido una proyección tan descomunal. Si mantiene su salud y ritmo, Shohei Ohtani podría monopolizar el MVP durante la próxima década. Nadie más tiene el talento, la dualidad ni el impacto cultural para competir con él. Si lo logra, pulverizará todos los récords existentes del galardón y redefinirá lo que significa ser “el mejor jugador del mundo”.
Ohtani no solo cambió el béisbol: lo volvió a escribir en dos idiomas. Y si el tiempo le da la razón, no estaremos viendo al nuevo Babe Ruth… sino al primer Ohtani. Porque mientras los demás aspiran a la gloria, él la está administrando a largo plazo.

